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La Guerra Grande

“El que sirve una revolución ara en el mar” —Simón Bolívar

Los muy complicados enredos políticos y las muchas guerras contradictorias y simultáneas en variados escenarios que constituyen el proceso de la Independencia entre la reconquista de Morillo y la disolución de (la Gran) Colombia se pueden entender siguiendo la biografía de su principal protagonista, Simón Bolívar.

Bueno: la verdad es que la guerra a muerte proclamada en Venezuela por Bolívar para abrir una zanja de sangre y odio entre españoles y americanos, y convencer a éstos de la necesidad de la Independencia, en un principio no funcionó mucho: más bien salió al revés. En la Nueva Granada, la Reconquista española, con la salvedad terrible del sitio de Cartagena, fue un paseo militar. En Venezuela, la guerra que los insurrectos habían creído independentista se volvió social y racial con la aparición en los llanos de la “legión infernal” (oficialmente llamada Ejército Real de Barlovento) de José Tomás Boves: hordas salvajes de jinetes llaneros mestizos, mulatos y zambos que bajo la consigna de “La tierra de los blancos para los pardos” se alzaron con sus lanzas contra la oligarquía mantuana de Caracas y a favor de las tropas españolas. Fue una guerra feroz y sin cuartel: de parte y parte, los prisioneros eran degollados. Y la ganaron —en un principio— los realistas. El sur —Popayán, Pasto, y luego Quito— seguía siendo realista.

Liquidada en sangre la ilusión independentista de la Patria Boba empieza, con más sangre aún, la verdadera guerra de Independencia: la Guerra Grande. La cual es inseparable de la vida de su principal ideólogo y caudillo, Simón Bolívar. Un caraqueño rico y de buena familia que dedicó su vida y su fortuna al ideal de expulsar a la Corona española de sus colonias americanas para dárselas ¿a quién? Él mismo lo vaticinaría en la frustración desengañada del final de sus días, en una carta casi testamentaria dirigida a uno de sus compañeros de armas: para dejarlas “en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos los colores y razas”.

La confusión de esos años se puede describir siguiendo con el dedo la vida de Bolívar desde que en 1810 se unió a la revolución perorando, entre las ruinas del terremoto de Caracas, que lucharía contra la naturaleza. Enviado por la Junta a Londres —joven rico que hablaba idiomas y tenía los contactos de la masonería— para conseguir ayuda, respaldo, dinero o armas, o todo a la vez. De esa visita, en la que no obtuvo nada de lo que pedía, le quedaría sin embargo su persistente admiración por la organización constitucional de la Gran Bretaña y por su poderío militar y económico.

El Manifiesto de Cartagena

Pronto sería derrotada la Primera República venezolana por la reacción española, y su jefe, Francisco de Miranda, sería entregado a sus enemigos por sus oficiales subalternos, entre ellos el propio Bolívar, que acababa de perder la plaza fuerte confiada a su mando. Para continuar la lucha —mientras Miranda va a morir en las mazmorras de la cárcel de Cádiz— Bolívar huye a la Nueva Granada, todavía dominada por los patriotas. Y en Cartagena compone y publica un “manifiesto” explicando y criticando las causas del desastre venezolano: la falta de unidad de los revolucionarios y su invención ingenua de “repúblicas aéreas” montadas sobre doctrinas filosóficas importadas, y no sobre las realidades de la tierra. No le hacen caso —como, la verdad sea dicha, no se lo harán nunca—; pero por la fuerza de su personalidad consigue en cambio que los neogranadinos le confíen un pequeño ejército para reanudar la guerra en Venezuela. Y emprende la asombrosa campaña de reconquista —después llamada “Admirable”— que lo lleva en unos meses a recuperar el territorio perdido y entrar triunfante en Caracas, recibiendo el título de Libertador. Que no abandonará ya nunca, ni siquiera en sus derrotas: ni cuando la restaurada república venezolana —en realidad, una dictadura militar— cayó de nuevo ante el empuje de las montoneras de Boves al poco tiempo de proclamada, ni, por supuesto, diez años después cuando lo hubo merecido de cinco naciones.

La Carta de Jamaica

Derrotado en Venezuela vuelve a la Nueva Granada, al servicio del Congreso de las Provincias Unidas, para las cuales conquista la Bogotá centralista que ha dejado en su propia derrota el precursor Antonio Nariño. En Cartagena choca con las autoridades locales y se embarca rumbo a Jamaica, salvándose así del terrible asedio puesto a la ciudad por el Pacificador español Pablo Morillo. Y en Jamaica descansa el soldado, pero despierta de nuevo el pensador político a través de la famosa Carta a un caballero de esta isla. Una Carta de Jamaica que no tuvo ningún resultado práctico, pues su texto en castellano no fue publicado sino después de la muerte del Libertador, y la versión inglesa fue ignorada por aquel a quien de verdad iba dirigida, que era el gobierno inglés. A éste pretendía Bolívar explicarle las causas y la justicia de la lucha independentista americana, y pintarle —con ojo visionario— el futuro posible del continente. Pero todavía entonces sigue siendo Bolívar mucho de lo que criticaba: un ideólogo teórico sin suficiente asidero en las realidades de la tierra. Todavía piensa, por ejemplo, que en América “el conflicto civil es esencialmente económico”: entre ricos y pobres, y no entre criollos blancos y castas de color, como en la práctica lo planteaba a lanzazos Boves en Venezuela (y en la Nueva Granada lo harían más tarde los guerrilleros realistas del Cauca).

Pronto lo entendería mejor al regresar a Venezuela. Y años más tarde él mismo describiría con su habitual elocuencia el enmarañado enredo racial, social y político: “Este caos asombroso de patriotas, godos, blancos, pardos, federalistas, centralistas, egoístas, republicanos, aristócratas buenos y malos, y toda la caterva de jerarquías en que se subdividen las diferentes partes”.

Para una nueva empresa consigue Bolívar en Haití la ayuda del presidente Pétion, a cambio de la promesa de dar la libertad a los esclavos negros de la América española. Ha descubierto que la libertad debe ir pareja con la independencia, pues de lo contrario no puede tener respaldo popular. Es derrotado una y otra vez en Venezuela, y otras tantas victorioso, en una confusión de escaramuzas y batallas en las cuales las deserciones y los cambios de bando son frecuentes. Consigue ganar para la causa patriota a los llaneros de José Antonio Páez, jefe de montoneras de lanceros a caballo: la misma gente de Boves, quien ya había muerto para entonces. Los conquista no sólo con el atractivo magnético de su personalidad excepcional, sino porque se ha dado cuenta del problema racial: y refuerza sus tropas con esclavos de las haciendas costeras fugados hacia el interior de los llanos concediéndoles la libertad a los que combatan contra España. En eso ayuda la torpeza racista de Morillo, que al volver a Venezuela tras dejar instalado el régimen del terror en Bogotá con el virrey Sámano ha decidido degradar en las tropas realistas de Boves a los oficiales mestizos o mulatos, volviéndolos así contra los españoles. Los cambios de bando, ya se dijo, eran frecuentes: el propio Páez había combatido en ambos.

El Bolívar guerrero no descuida lo político. Y así convoca a principios de 1819 el Congreso de Angostura, que iba a instaurar la República de Colombia por la unión de Venezuela, la Nueva Granada y Quito: audacia asombrosa por parte de un político la de crear un país y darle una Constitución (libertad de los esclavos incluída) antes de haber conquistado su territorio, pues los patriotas revolucionarios dominaban apenas unas pocas regiones despobladas de los llanos del Orinoco y el Apure. Y esa audacia política la remata Bolívar con otra militar: el golpe estratégico de invertir el sentido de la guerra, devolviéndola de las llanuras venezolanas a las montañas neogranadinas, donde los españoles ya no la esperaban.

Boyacá

En pleno invierno atraviesa con su ejército los llanos inundados para unirse con las guerrillas de Casanare organizadas por Francisco de Paula Santander. Y reunidos en el piedemonte unos quince mil hombres —tropas venezolanas, neogranadinas, varios miles de mercenarios ingleses e irlandeses veteranos de las guerras napoleónicas, contratados en Londres con los primeros empréstitos ingleses que iban a agobiar a Colombia durante los siguientes dos siglos—, Bolívar emprende el cruce de la cordillera por Pisba y Paya para caer por sorpresa sobre las tropas españolas en el corazón de la Nueva Granada, deshaciéndolas en las batallas del Pantano de Vargas y el Puente de Boyacá, el 7 de agosto de 1819. Ésta, que en realidad no pasó de ser una escaramuza, fue sin embargo el golpe definitivo sobre el Virreinato. El Libertador entró en triunfo al día siguiente en Bogotá, de donde había huído el virrey Sámano con tanta precipitación que olvidó sobre su escritorio una bolsa con medio millón de pesos. Fiestas. Corridas de toros. Bailes. Eran jóvenes: en Boyacá, el Libertador tenía 36 años; el general Santander acababa de cumplir veintiséis. Anzoátegui, Soublette, los británicos…

Una de las severas críticas que le haría Karl Marx a Simón Bolívar se refiere a su inmoderada inclinación por los festejos de victoria.

Pero pronto salió el Libertador de vuelta a Venezuela para proseguir la campaña libertadora, dejando el poder en Bogotá en manos de Santander —que no tardò en mancharlo con la ejecución en masa de los 48 oficiales realistas tomados prisioneros en la Batalla de Boyacá: constituían, alegó, una latente amenaza—. En los llanos Bolívar no tardó en reunirse con Morillo para firmar el Tratado de Armisticio y Regularización de la Guerra, que puso fin a las matanzas bárbaras de la Guerra a Muerte. Se saludaron de mano, como buenos masones los dos. Se abrazaron. Morillo, que hasta entonces sólo hablaba de “el bandido de Bolívar”, lo trató de “su Excelencia” y escribió a España diciendo: “Él es la revolución”. Y obligado por los acontecimientos de España, donde acababa de darse el alzamiento revolucionario de las tropas destinadas a embarcar para América que dio comienzo al breve período constitucional llamado el Trienio Liberal, ofreció un armisticio. Y se embarcó para su tierra. Al poco tiempo la tregua se rompió, y tras algunos meses y batallas la de Carabobo selló definitivamente la independencia de Venezuela, y de nuevo Bolívar recibió en Caracas una recepción triunfal que duró varios días. (Tal vez Marx tenía razón).

Y la alternancia constante de la guerra y la política. Se reunió el Congreso de Cúcuta en 1821 para darle una Constitución a la nueva Colombia tripartita (que los historiadores han llamado después la Gran Colombia). Y sus resultados fueron los que cabía esperar de su composición de diputados elegidos por voto censitario: terratenientes, comerciantes ricos, abogados de comerciantes ricos y de terratenientes. Empezaba a formarse una casta de políticos profesionales que comenzaban a dividirse en dos ramas fraternales pero enfrentadas que más tarde se llamarían el Partido Retrógrado y el Partido Progresista: a la vez conservadores ambos y liberales ambos. Bolívar quería —como lo pensaba desde su Manifiesto de Cartagena sobre las frágiles repúblicas aéreas— “un gobierno fuerte, que posea medios suficientes para librarlo de la anarquía popular y de los abusos de los grandes”, y en eso contaba en el Congreso con apoyos como el de Antonio Nariño, un resucitado de otra época. Pero lo que se impuso fue un sistema híbrido, formalmente liberal —libertades de palabra y de opinión, de religión y de organización política (partidos), y con las tres ramas de rigor—, y estructuralmente conservador a causa, justamente, del sistema electoral censitario que proscribía el sufragio popular. Así, por ejemplo, la promesa de Bolívar a Pétion en Haití sobre la libertad de los esclavos, reiterada en Angostura, salió de Cúcuta cumplida sólo a medias: el Congreso aprobó una ley de “libertad de vientres” por la que los hijos de esclavos nacerían libres, pero sometidos a los dueños de sus madres hasta su mayoría de edad, posponiendo así por toda una generación la abolición de la esclavitud.

La Campaña del Sur

El Congreso eligió presidente de Colombia a Bolívar, y vicepresidente a Santander. El primero solicitó de inmediato permiso para llevar la guerra al sur, convencido como estaba de que para garantizar la independencia era necesario eliminar del todo la presencia española en el continente: limpiar de realistas las provincias del Cauca y Quito, y completar la independencia del virreinato del Perú ya iniciada desde el sur por José de San Martín, Libertador de Argentina y Chile. De modo que volvió a imponerse el Bolívar guerrero sobre el gobernante (que en realidad era lo que menos le gustaba ser, de todas sus cambiantes personalidades). Batallas, todas victoriosas: Bomboná, Pichincha —y entrada triunfal en Quito, donde una bella quiteña le arroja una corona de laurel—. Bailes, fiestas: la bella quiteña, que será muy importante en adelante para Bolívar y para las repúblicas, se llamaba Manuela Sáenz.

Y luego viene la misteriosa Conferencia de Guayaquil, en julio de 1822, con José de San Martín, Libertador de la Argentina y Chile y Protector del Perú, a donde había entrado con un ejército argentino y chileno pero que no había podido someter por completo. Bolívar llegaba triunfante. San Martín, en cambio, ya no tenía el respaldo de Buenos Aires y de Santiago. Hablaron, al parecer, de cómo terminar juntos la guerra en el Perú con sus dos ejércitos reunidos. Pero al día siguiente San Martín se embarcó de vuelta a Lima, donde renunció a su cargo de Protector, y de allí a Chile, para viajar finalmente al exilio en Europa, expulsado por las disputas internas de los generales argentinos. Bolívar resumió la fallida entrevista en una frase desdeñosa: “No hemos hecho más que abrazarnos, conversar y despedirnos”.

Y prosiguió hacia Lima, desde donde organizó la guerra contra las tropas españolas que culminó en la batalla de Ayacucho dos años después. Proclamado dictador del Perú, se quedó en Lima dos años más, en brazos de su amante Manuela Sáenz, dedicado a las fiestas —que en Lima eran mucho más fastuosas que en Caracas, Santafé o Quito—, y entregado a una verdadera orgía de creación constitucionalista. Para las provincias del Alto Perú, que se desgajaron del antiguo Virreinato y tomaron en su honor el nombre de Bolívar, después convertido en Bolivia, diseñó la que se había convertido en la Constitución de sus sueños. La que después le serviría de modelo para proponer una última Constitución de Colombia, que aunaba, según él, “la monarquía liberal con la república más libre”.

Era una constitución autocrática, que instituía un Ejecutivo fuerte con un presidente vitalicio con derecho a nombrar a su sucesor, dividía el Legislativo en tres cámaras —Senado, Cámara de los censores y Cámara de los tribunos— e introducía un cuarto y complejo “poder electoral”. No funcionó en Bolivia, donde el presidente elegido —el propio Bolívar— designó en su lugar a su vicepresidente, el mariscal Antonio José de Sucre, quien no tardó en ser derrocado. Tampoco funcionó en el Perú, donde fue adoptada cuando ya Bolívar partía de regreso a Colombia. Y para Colombia sería rechazada más tarde por la Convención de Ocaña en 1828.

El sueño de la unión

Durante los años de estancia de Bolívar en el Perú gobernó Colombia el vicepresidente Santander, con grandes dificultades. La más grave era la quiebra de la república, pese a un segundo y vasto empréstito inglés que se diluyó en gastos de funcionamiento del gobierno y sobre todo en el mantenimiento del ejército. Un gran ejército de treinta mil hombres [cifra oscilante al ritmo de las deserciones y las levas forzosas] para una Colombia que, sumadas sus tres partes, tenía poco más de dos millones de habitantes. El ejército era por una parte un lastre fiscal, pero por otra constituía la única vía de promoción social y la única fuerza de cohesión de un país de tan diversas regiones, de tan malos caminos y tan grande extensión territorial. Desde sus campañas del sur Bolívar reclamaba sin cesar más tropas, más armas, más dinero. Y Santander respondía: “Deme usted una ley, y yo hago diabluras. Pero sin una ley…”. La discusión, a través de correos que se demoraban semanas en ir y volver, llevaba a callejones sin salida: más que un diálogo era un intercambio de principios. Bolívar seguía actuando como en su juventud de niño rico y manirroto, mientras que Santander era tacaño tanto en lo personal como en lo público. Escribía el Libertador:

“Estos señores [los que gobernaban en Bogotá] piensan que la voluntad del pueblo es la opinión de ellos, sin saber que en Colombia el pueblo está en el ejército”. Pero entendía por ejército no a la tropa reclutada a la fuerza, tal como lo era también la realista (él mismo había expedido un decreto tras la batalla del Pantano de Vargas reclutando a todos los varones entre 15 y 40 años bajo pena de fusilamiento; o más bien, dada la necesidad de ahorrar munición, de amachetamiento), sino a su oficialidad, compuesta fundamentalmente de venezolanos e ingleses: el partido militar. Que muy pronto se enfrentaría al partido civil (de los criollos blancos, no de las castas pardas) mayoritariamente neogranadino. Porque tampoco la “voluntad del pueblo” era exactamente la de Bolívar, a quien su permanente obsesión unificadora no le había permitido ponerse a averiguar si los distintos pueblos de Colombia la compartían. “He sido partidario de la unión desde mis primeras armas”, escribía; y lo sería, en efecto, hasta su última proclama: “Si mi muerte contribuye a que se consolide la unión…”.

Una unión que soñaba más amplia todavía. Liberado el Perú, Bolívar conservaba su vieja ambición de una más vasta federación americana. Una que reuniera, para empezar, a Colombia con el Perú y su recién separada Bolivia, y que se organizara luego en una federación de todas las antiguas colonias españolas, desde la raya de México hasta la Patagonia. Así que tuvo la idea de convocar un gran Congreso Anfictiónico (su pasión retórica: en recuerdo de la Liga Anfictiónica de las antiguas ciudades griegas), reunido no ya en el istmo de Corinto sino en el de Panamá. Sólo acudieron a la cita Colombia, el Perú, México y la República Federal de Centroamérica. Adelantándose a la opinión contraria de Bolívar, Santander invitó también a un delegado de los Estados unidos, que habían proclamado el año anterior la doctrina Monroe: América para los americanos. Cuando Bólivar estaba convencido de que la América española requería la protección de una potencia europea: su admirada Gran Bretaña. Así que de la reunión de Panamá no salió nada.

Porque otra cosa pensaban los caudillos regionales y sus pueblos respectivos, y sus respectivas oligarquías conservadoras, fortalecidas y enriquecidas con los bienes incautados a los españoles y a los realistas: querían lo contrario de la unión. Dificultada además por la imposición de una administración centralista dirigida desde Bogotá, en la punta de un cerro, sobre un país tan grande y de tan acentuada diversidad regional —climática, racial— no sólo entre los tres departamentos artificiosamente cosidos entre sí —Venezuela, Cundinamarca y
Quito— sino en el interior de cada uno. Colombia sólo se mantenía unida por la voluntad de Bolívar, y por su prestigio. Aunque él mismo había escrito (pues muchas veces su pensamiento y su voluntad se llevaban la contraria: pero solía imponerse su voluntad) que los señores de Bogotá no se daban cuenta de la heterogeneidad de los pueblos que pretendían gobernar:

“Piensan estos caballeros que Colombia está cubierta de lanudos arropados en las chimeneas de Bogotá, Tunja y Pamplona. No han echado sus miradas sobre los caribes del Orinoco, sobre los pastores del Apure, sobre los marineros de Maracaibo, sobre los bogas del Magdalena, sobre los bandidos del Patía, sobre los indómitos pastusos, sobre los guajibos de Casanare y sobre todas las hordas salvajes de África y América que, como gamos, recorren las soledades de Colombia”.

El caso es que Colombia empieza a resquebrajarse por el lado de Venezuela, donde José Antonio Páez se resiste a obedecer las órdenes que dicta Santander, y éste lo destituye como comandante general de Venezuela. Páez se rebela, y se desata el movimiento separatista que a falta de un nombre justificativo se llamó La Cosiata, apoyado por la oligarquía local: los terratenientes y los caudillos militares (que se estaban convirtiendo ya en terratenientes) y no querían ser gobernados desde la remota Bogotá (casi tan lejana como lo había sido Madrid antes de la independencia). Tiene que venir Bolívar desde Lima a poner orden. En enero de 1827 se entrevista con Paéz y lo perdona, nombrándolo jefe civil y militar de Venezuela y repartiendo entre sus segundos puestos y ascensos militares: la alternativa era la guerra civil —complicada por el hecho de que casi todos los comandantes de tropas en el territorio de Colombia eran
venezolanos—. Vuelve a Bogotá, donde destituye a Santander de su vicepresidencia y propone la reforma de la Constitución. Para eso se reúne la Convención de Ocaña, donde chocan santanderistas (mayoritarios, según Bolívar gracias al fraude electoral: ya desde entonces…) y bolivarianos, y éstos se retiran: los bolivarianos dispersos, (Bolívar no asiste a la Convención, sino que la vigila desde Bucaramanga, a varios días de camino), los santanderistas unidos en un solo bloque en torno a su jefe: desayunaban y comían juntos, y por primera vez empezaron a llamarse “liberales”. Ante el rechazo de su propuesta de Constitución cuasimonárquica, Bolívar asume la dictadura el 27 de agosto.

El enfrentamiento

En los años de Lima su pensamiento político había seguido evolucionando cada vez más hacia el autoritarismo —rodeado como estaba de aduladores, de la admiración de sus generales, de la aclamación de las muchedumbres y del amor de Manuela Sáenz—. Y así lo plasmó en su proyecto de Constitución boliviana. Desconfiaba cada vez más de la volubilidad de los pueblos —“como los niños, que tiran aquello por lo que han llorado”—, y de los americanos en particular: “hasta imaginar que no somos capaces de mantener repúblicas, digo más, ni gobiernos constitucionales. La historia lo dirá”. Le escribía a Sucre, su favorito, su presunto heredero: “Nosotros somos el compuesto de esos tigres cazadores que vinieron a América a derramarle la sangre y a encastar con las víctimas antes de sacrificarlas, para mezclarse después con los frutos de esos esclavos arrancados del África. Con tales mezclas físicas, con tales elementos morales ¿cómo se pueden fundar leyes sobre los héroes y principios sobre los hombres?”.

Propone pues su Constitución boliviana para Colombia, ante el rechazo de los liberales reunidos en torno a Santander. El cual resume en una frase su oposición al Libertador: “No he luchado catorce años contra Fernando VII para tener ahora un rey que se llame Simón”.

O de cualquier otra manera: si no un Bolívar, un Borbón, o un Habsburgo (un Austria), o algún Hannover inglés. La idea de traer un príncipe europeo a que reinara en América no era exclusiva de Bolívar, aunque éste, tras meditarla, había terminado por rechazarla. San Martín había tenido la misma iniciativa para Buenos Aires, y Páez en Venezuela, y Flores en el Ecuador, y los mexicanos acabarían trayendo a un austriaco con título de emperador y respaldo de un ejército francés. Sólo rechazaban esa tentación los generales neogranadinos —Santander, Córdoba, Obando, José Hilario López—, y los abogados del colegio de San Bartolomé, cuya juventud había sido envenenada, diría Bolívar, por las ideas del utilitarismo liberal. Santander había impuesto los libros del filósofo utilitarista Jeremy Bentham como textos de estudio en la universidad. Bolívar los proscribió cuando reasumió el mando.

Porque el enfrentamiento entre Bolívar y Santander no venía simplemente de un choque de caracteres: el generoso y romántico del caraqueño y el práctico y mezquino del cucuteño (visibles ambos en sus respectivos testamentos); sino de una discrepancia de ideas: el cesarismo de Bolívar frente al republicanismo de Santander. La espada de Bolívar (contenida sólo por la conciencia de su propia gloria: no quería ser un Napoleón, sino solamente un Bonaparte), frente a la ley de Santander, a quien el Libertador mismo había dicho: “Usted es el hombre de las leyes”. La famosa frase de Santander, tan sujeta a burlas como a elogios y tan burlada en la realidad histórica, iba en serio: “Las armas os dieron la independencia, las leyes os darán la libertad”. Dos personalidades: el militar y el abogado. Si en otras de las naciones hijas de Bolívar y su espada se impuso el militar
—Venezuela, Bolivia, Ecuador, Perú— en Colombia, por cuenta de Santander, se impuso —para bien y para mal— el abogado. O peor: el leguleyo, ya presente en nuestra historia desde los tiempos del conquistador y licenciado en leyes Jiménez de Quesada.

Mientras Bolívar reinaba en Lima, en Bogotá Santander había gobernado durante cinco años, y con gran efectividad dadas las circunstancias y las estrecheces económicas del Estado: era un gran organizador —el propio Libertador, diez años antes, lo había llamado “el organizador de la victoria”—, y fijó en esos años de poder lo mejor de lo que iba a ser este país, y también lo peor (más lo que venía de atrás). En esos años empezaron a dibujarse los dos partidos que durante el siglo siguiente iban a dividir a Colombia: los amigos de Bolívar y los amigos de Santander. El enfrentamiento entre los dos iba a ser frontal y terrible. Pero en la lucidez final de su desengaño, camino del exilio, del destierro, expulsado de Bogotá, proscrito de Venezuela, le escribiría Bolívar al general Rafael Urdaneta, uno de sus últimos leales: “El no habernos arreglado con Santander nos ha perjudicado a todos”.

Bolívar estaba ahora en Bogotá tan en condición de dictador en país extranjero protegido por su guardia pretoriana de militares venezolanos como lo había estado antes en Lima protegido por sus regimientos de tropas colombianas. El odio lo rodeaba. Y estalló en la conspiración tramada por los amigos de Santander que culminó en la tentativa de darle muerte la noche del 25 de septiembre de 1828, llamada desde entonces, prosopopéyicamente, “la nefanda noche septembrina”.

Un grupo de asesinos, entre ellos el futuro fundador del partido conservador colombiano y futuro presidente de la república Mariano Ospina Rodríguez y el futuro inspirador del partido liberal Florentino González (pues tanto en los amores que despertó como en los odios el abanico de Bolívar cubría todo el círculo del sextante), un grupo de asesinos, digo, entró matando a los guardias al palacio de San Carlos, buscando al Libertador. Bolívar escapó por una ventana mientras su amante, la combativa Manuela Sáenz, sable en mano, distraía a los asaltantes; y pasó la noche refugiado bajo un puente del vecino río San Agustín. En medio del alboroto, el general Rafael Urdaneta acabó tomando la situación en mano, y los militares bolivarianos empezaron sus rondas de detenciones y arrestos. Bolívar volvió a palacio. Ley marcial, autoridad militar, supresión de garantías: dictadura. Juicios sumarios. Fusilamientos. Santander, indudable cabeza de la conspiración, aunque no había pruebas en su contra, fue condenado a muerte. Bolívar intervino para conmutar la sentencia por la de destierro, y viajó a Europa. Su admirado Jeremy Bentham escribiría más tarde, tras darle audiencia en Londres, que al menos “la crueldad de Bolívar” no lo había despojado de sus bienes. Porque hay que anotar que a esas alturas todos los generales de la Independencia eran hombres ricos, o muy ricos. Tal vez sólo Simón Bolívar, que cuando empezó el baile había sido inmensamente rico, se había arruinado en el camino.

No quedaron ahí las cosas. Estalló en el Cauca una sublevación encabezada por los generales José María Obando y José Hilario López, estimulada por el ministro plenipotenciario de los Estados Unidos William Henry Harrison (quien años más tarde sería elegido presidente de su país, y moriría a las tres semanas), y seguida por el levantamiento en Antioquia del general José María Córdoba. Fue a raíz de la intromisión de Harrison cuando Bolívar, que había marchado con tropas hacia el sur para sofocar con Sucre la invasión de Colombia emprendida por el Perú para ocupar Guayaquil, escribió su famosa carta al cónsul británico, diciendo que “los Estados Unidos parecen destinados por la providencia a plagar de miserias a la América en nombre de la libertad”. Y Harrison fue expulsado del país en medio de protestas diplomáticas.

En 1830 se convoca el Congreso Admirable para dictar, una vez más, una Constitución para Colombia. Bolívar vuelve a renunciar, tanto a la dictadura como a la presidencia, alegando el habitual argumento de su gloria: “Libradme del baldón que me espera si continúo ocupando un destino que nunca podrá alejar de sí el vituperio de la ambición. […] La República sucumbiría si os obstináseis en que yo la mandara. Oíd mis súplicas: salvad la República. Salvad mi gloria, que es de Colombia”. Y tras pintarle al Congreso la tarea ingente que le espera, termina con una nota de profundo pesimismo:

“Me ruborizo al decirlo: la independencia es el único bien que hemos adquirido, a costa de todos los demás”.

El Fin

El Congreso elige presidente a Joaquín Mosquera. Bolívar, enfermo, sale hacia la costa para embarcarse rumbo a Europa. Al débil Mosquera y a su gobierno de santanderistas le da un golpe militar el general Urdaneta. Asesinan a Sucre en Berruecos, sin que se sepa quién: ¿Obando? ¿López? Futuros presidentes de Colombia. ¿Flores, futuro presidente del Ecuador? A ese mismo Juan José Flores le escribe Bolívar desde Barranquilla: “Venguemos a Sucre y vénguese V. de esos que…”.

Pero ahí, en la carta que tal vez denunciaba a los que Bolívar creía asesinos de Sucre, viene una nota de la transcripción: resulta que en el original “hay una gran mancha, al parecer de tinta” que “impide leer la continuación por espacio de treinta o treinta y cinco letras”. Una de esas grandes manchas negras de tinta que salpican y borran de tiempo en tiempo, en momentos precisos, episodios de la triste historia de Colombia. Y prosigue la carta: “vénguese en fin a Colombia que poseía a Sucre”.

Y le dice a Flores: “La única cosa que se puede hacer en América es emigrar”.

Pero ya ni eso pudo hacer Bolívar. Estaba demasiado enfermo. Sólo alcanzó a llegar a Santa Marta, donde pensaba embarcarse para Jamaica e Inglaterra, para morir el 17 de diciembre de 1830 a los cuarenta y siete años de edad, en una finca prestada por un rico español. Dos médicos, un francés y el cirujano de un buque norteamericano, certificaron su muerte de tuberculosis con los pulmones destruidos. Cuando se conoció la noticia hubo grandes regocijos en Caracas, en Bogotá, en Quito, en Lima.

Unos días antes había dictado su última proclama, que concluía diciendo: “Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”.

Ni cesaron los partidos, ni se consolidó la unión. Por el contrario. Se disolvió Colombia (la grande), y la parte que aquí quedó, la República de la Nueva Granada, se partió en dos: bolivarianos (provisionalmente) derrotados y santanderistas (provisionalmente) triunfantes. Se enfrentarían, se mezclarían, se aliarían, se matarían entre sí, se reconciliarían una y otra vez. No los separaban las ideas, sino las personas: Santander y Bolívar. O, más exactamente: los separaban de los unos las personas, y de los otros las ideas, como diría ochenta años más tarde Miguel Antonio Caro.