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Palabras de Alberto Manguel, jurado del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez 2017
Biblioteca Nacional de Colombia
2/11/2017

El Cuento (2017)

Quizás pueda compararse el cuento a una isla (en ese caso, la novela sería un continente) y el agua que los rodea aquel "océano de las narraciones" que concibió en el siglo XI algún iluminado poeta sánscrito. Esa metáfora (un poco traída por los pelos, estoy de acuerdo) da cuenta de la cuestión de tamaño, falso problema si se quiere pero casi siempre presente, cuando se trata de responder a la pregunta "¿Qué es un cuento?".

Habitar una isla obliga a invertir la percepción del mundo. En lugar de concebir el mar como aquello que la tierra encierra (ese Mare Nostrum, por ejemplo, que creyeron poseer tantos pueblos antiguos) el isleño concibe la tierra como aquello que encierra el mar. En la geometría del hombre continental, la tierra es la circunferencia que encierra un centro acuático; en la del isleño, él y su tierra son el centro, el punto fijo de un universo en constante flujo y reflujo. Para el hombre de tierra adentro, mares y lagos son desgarrones en un vasto espacio habitable. Para el isleño, el mar tiene algo de cielo, y su isla algo de astro, un luminoso punto de sentido en el gran caos primordial que lo rodea. No es casual que, en los mapas, las islas configuren constelaciones. Jorge Manrique, en la dura España del siglo XV, arguyó que "nuestras vidas van a dar a la mar, que es el morir." Esa inexorable convergencia no es inexorable para el isleño, quien imagina que son las barcas las que recorren las aguas mortales para morir por fin en tierra firme. "Un cuerpo rodeado de agua": es así como los ingleses definen a una isla, "cuerpo" como un cuerpo humano, encarnación del yo, sitio por excelencia singular. Para el isleño, el circundante mar existe sólo porque su isla requiere su existencia. Para el cuentista también.

Quizás eso fue el motivo por el cual, en una lejana tarde, hace más de cinco milenios, cierto inspirado antepasado nuestro tomó una invención burocrática –la escritura, empleada hasta entonces para contabilizar mercadería y ganado-- y la utilizó para imaginar el mundo en palabras. En aquel instante, aquel "océano de narraciones" se convierto mágicamente en tierra firme. La invención de historias, que hasta entonces había sido un arte oral, fue liberada así de los límites impuestos por el tiempo y el espacio que obligaban al narrador a estar presente, y permitió aquello que Quevedo llamó la "conversación con los difuntos" para que nos cuenten cuentos desde la ultratumba. Desde entonces, los lectores gozamos de esa generosidad que nos permite, a través de admirables mentiras, conocer (en parte, al menos) la verdad del mundo. Hoy se dictan cursos de ética a través de los dilemas propuestos por los relatos de Chéjov y de Henry James, y los fisiólogos nos dicen que los caminos neuronales que nuestro cerebro forja para tomar decisiones morales se aprenden en la infancia leyendo los cuentos de los hermanos Grimm y Las Mil y una noches. También tenemos que recordar, en las palabras de García Márquez, que "el escritor escribe su libro para explicarse a sí mismo lo que no se puede explicar".

No sabemos qué pensaban los primeros lectores de sus cuentos. Ni siquiera sabemos si consideraban cuentos los primeros relatos sumerios, egipcios, griegos en la que invención y documento se confunden. En el siglo primero (antes o después de nuestra era) un cierto Caritón, autor de la que es considerada la primera ficción europea, Quéreas y Calírroe, empieza dando su nombre y diciendo que contará "una verídica historia de amor que tuvo lugar en Siracusa." Los lectores de Caritón quizás le creyeron, pero diecinueve siglos más tarde un cierto autor de las orillas del Río de la Plata se vio obligado a explicar que los hechos al parecer fantásticos que a continuación relataba tenían su origen documentario en el encuentro con un personaje bien real --el escritor Adolfo Bioy Casares- y en una edición pirata de la también real Encyclopedia Britannica de 1902.

Lo cierto es que, desde siempre, para incitar a los lectores a tomar parte en un juego literario en el que pretenden creer en la mentira que el cuento propone como verdad, los autores han inventado un sinnúmero de tretas. Afirmar, por ejemplo, que el texto es un manuscrito perdido, la confesión de un testigo, o las memorias del protagonista; introducir personajes de carne y hueso, eventos históricos, mapas y documentos; mentir con la verdad: disfrazarse de ensayo crítico, de crónica verídica, de informe policial. El proceso es interminable: cada vez que el escritor inventa una nueva trampa, el lector cae en ella con deleite, la reconoce, y de inmediato exige otra. A esa sucesión de trampas y evasiones le damos el nombre de literatura.

En tal campo minado ¿cómo saber qué es un cuento? La definición nos escapa: extensión, contenido, estilo como hemos dicho, varían de cuento y cuento, y no hay una etiqueta válida que convenga tanto a los recortados relatos de Hemingway y Augusto Monterroso como a las barrocas pesadillas de Amparo Dávila y Elena Garro. Bajo la apariencia de un diálogo dramático ("El día del derrumbe" de Juan Rulfo), de una misteriosa correspondencia ("La salud de los enfermos" de Julio Cortázar), de un álbum ("Las fotografías" de Silvina Ocampo), de un poema ("A Margarita Debayle" de Rubén Darío), de un soliloquio ("Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo"), el mundo ha sido contado y vuelto a contar para nosotros a través de los ardides más ingeniosos y, con inagotable apetito, los lectores seguimos pidiendo que nos lo cuenten de nuevo. Somos fieles a las palabras de Juan, y sabemos que en el principio fue (y sigue siendo) el Verbo.

Sin saber precisamente qué es, leemos un cuento de muchas maneras. Cito tres.

  • A principio de los años sesenta, Alejandra Pizarnik decidió aprender de memoria "Las ruinas circulares" de Borges para tener, decía, "una brújula para atravesar el bosque de las palabras."

  • En una entrevista, hace varios años, le preguntaron a Angela Carter si los cuentos de Lovecraft le daban miedo. "Si me pregunta por los argumentos, no, porque son tontos. Pero si me pregunta por el estilo, ahí sí, me parece espantoso."

  • Un amigo se encuentra con Joseph Brodsky en Venecia y ve que el poeta tiene los ojos en lágrimas. "¿Qué te sucede?" le pregunta. "Acabo de leer "La colonia penitenciaria" de Kafka y siento que el cielo se me ha caído encima y me aplasta".

Tres lectores ilustres, tres modos de leer el mundo. Apropiarse de un texto querido para que forme parte de la biblioteca de nuestra memoria; tener el coraje de decir que un relato no nos gusta aunque sea un clásico reconocido; dejarnos "aplastar" por un cuento, para que se vuelva nuestra la emoción y la sabiduría que nos otorga. Estos son los derechos, y tal vez las obligaciones, de todo lector de cuentos.

Alberto Manguel